A Sylvina Bullrich
Lo supieron los arduos
alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres
vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la
urgente
Afrodita de oro, los tebanos,
las ágoras.
En edades futuras oprimirá el
centauro
con el casco solípedo el pecho
del lapita;
cuando Roma sea polvo,
gemirá en la infinita noche
de su palacio fétido el
minotauro.
Volverá toda noche de
insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe
renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos
construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo
dijo la misma cosa).
No sé si volveremos en un
ciclo segundo
como vuelven las cifras de una
fracción periódica;
pero sé que una oscura
rotación pitagórica
noche a noche me deja en un
lugar del mundo
que es de los arrabales. Una
esquina remota
que puede ser del Norte, del
Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una
tapia celeste, una higuera sombría y una
vereda rota.
Ahí está Buenos Aires. El
tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí
apenas me deja esta rosa apagada, esta vana
madeja
de calles que repiten los
pretéritos nombres
de mi sangre: Laprida,
Cabrera, Soler, Suárez...
Nombres en que retumban (ya
secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y
las mañanas, las felices victorias, las
muertes militares.
Las plazas agravadas por la
noche sin dueño son los patios profundos de un
árido palacio y las calles unánimes que
engendran el espacio
son corredores de vago miedo
y de sueño.
Vuelve la noche cóncava que
descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la
eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de
un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»
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